11 de septiembre de 2017

El 106

Cuando se vio en la calle el sol le cegó tanto que apenas podía mantener los ojos abiertos. Después de doce años, cuatro meses y seis días, Laszlo Masegosa Rico, el preso 106 para sus carceleros y compañeros de pabellón, era libre. Sus pies tuvieron que acostumbrarse al asfalto, y sus manos parecían torpes después de tanto tiempo. Su vida había transcurrido aquel tiempo entre su celda y el comedor, con muy pocas salidas al patio y apenas contacto con otros presos que no fueran sus más inmediatos vecinos. Nadie le acompañó hasta la salida y nadie estaba allí para ir a buscarle. En la calle, como hombre libre, también estaba solo.

La cárcel no le había enseñado nada. O por lo menos no le había enseñado nada útil. Su crimen: conducir borracho y chocar contra el coche de un millonario, que falleció en el acto. También su amigo Víctor se quedó tirado en la carretera, muerto, como el millonario, pero la justicia entendió que aquel homicidio por imprudencia grave le saldría gratis a Laszlo. Prevalecía el primero, el importante, el del hombre rico que no merecía morir, donde su castigo fue por homicidio doloso, con agravante de posesión de drogas. Su amigo... de todas formas también iba borracho, así que no se hable más del asunto.

Doce años, cuatro meses y seis días... Todavía tenía que estar agradecido. Lo pusieron en la calle antes de llegar a cumplir su condena. También esos casi tres años le salieron gratis. Y total ¿para qué? ¿Para saber que no se podía coger un coche cocido de alcohol y pastillas? A estas alturas a Laszlo ya le daba todo igual. Sin familia, sin amigos, sin un sitio al que ir, el hecho de haberse reinsertado no era para él una buena noticia. Los políticos ya tenían su dato; él su libertad. La diferencia es que a los primeros les satisfacía tal regalo; a él no.

Por la calle se sentía extraño, como si todos le miraran. De hecho le miraban. Su aspecto descuidado, su ausencia de formas, su ropa desgastada, sus ojos delatores de ex presidiario no eran la mejor carta de presentación de nuevo en sociedad. Se había reinsertado, sí; pero no lo parecía en absoluto a juzgar por la cara de asco con la que aquel camarero le soltó la taza de café en la mesa y huyó despavorido.

Hojeando el periódico en la sección de sociedad se encontró con la información que iba buscando desde que salió por las puertas de la cárcel, y que hacía referencia a otro millonario. Tan gordo y viejo como el otro, el que le llevó a la jaula, sonreía ufano en la foto, cuyo pie destacaba su entrada en el ranking de los más ricos. Laszlo salió del bar e investigó. Se fue directo a la mansión del sonriente infeliz, que no sabía lo que se le venía encima.

Al abrir la puerta, Laszlo se deshizo a golpes de todos cuantos llegaron a su altura. Eso sí lo había aprendido en la cárcel. El que da el golpe más fuerte sigue caminando en un tumulto. Recorrió entera la casa y al final localizó al dueño en un amplio despacho, charlando por teléfono, ajeno al despliegue que se había producido y que había dejado reducido a todo su servicio. Sin llegar a colgar, preguntó a Laszlo:
- ¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
- Dime cuánto cuesta tu muerte. No quiero fallos esta vez porque busco acabar mis días en el agujero del que no debí salir.
Después de su respuesta, el ex presidiario agarró a su víctima por el cuello y en menos de dos minutos había acabado con su vida.
- ¿Cuánto cuesta tu muerte?
Le repetía una y otra vez, mientras el cuerpo del ricachón iba desplomándose. Se sentó al lado del cuerpo sin vida y esperó la llegada de la Policía.

2 comentarios:

  1. Contundente como la vida misma, enhorabuena amigo, buen relato.

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    1. Muchas gracias. Es una ficción que casi está basada en un hecho real.

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