21 de septiembre de 2020

No pidas peras

Los mayores de mi infancia insistían mucho en esto: no se le pueden pedir peras al olmo. A mí me parecía una chorrada. Las peras están en el mercado y en los perales, y el olmo, que yo sepa, no da ningún fruto más o menos comestible. ¿Por qué nadie iba a querer pedir algo a algo que no lo puede dar? Con cinco o seis años no se entiende la profundidad del refranero y, dicho sea de paso, tampoco constituía un problema demasiado inquietante aquello de las peras. Yo tenía otras cosas en qué pensar.


Mi colonia de gusanos de seda, por ejemplo.

Me gustaba jugar a ser Dios con aquellas criaturas. Yo era el poderoso. En un lugar ya poseído por el sonido de la ciudad, y en donde el tenue rayo de sol de la tarde perdido en el salón suponía el mayor contacto con la grandeza del universo a lo largo del día, aquella caja agujereada de Paredes, el puñado de hojas de morera que el vecino dejaba en mi puerta y el seguimiento de la vida, la transformación y la muerte en intervalos de tiempo suficientes para tomar notas y continuar... definitivamente no era solo jugar, era ser Dios.

Muy lejos de la realidad, los ojos de un niño siempre tienen mucha ambición y poco temor. El ciclo vital no deja de ser algo que queda lejano. Los mayores me apartaban de la muerte y también de la vida. Si alguien llegaba nuevo a este mundo, era porque lo había traído la cigüeña. Menudo oficio el de la cigüeña, pensaba yo. Y eso que ya existía Correos. UPS, Amazon y compañía estaban al caer. ¿Por qué la cigüeña? Cuando alguien moría, sencillamente se iba al cielo. En resumen: la llegada a este mundo y la marcha de él siempre se identificaba con un viaje, aéreo para más señas. Y el tramo intermedio es la vida.

Pero a mis gusanos nunca les visitó la cigüeña... tampoco llegué a preguntar cuál sería el equivalente para aquellos bichos. De repente, las mariposas se buscaban de dos en dos, aparecían los huevos por arte de magia y más gusanos, más capullos y más mariposas. No sé si iban al cielo. Volando seguro que no, porque ya me lo dijeron mis maestros: al ser domésticas habían perdido esa habilidad. Pero tampoco lo comprobé nunca. Mi madre se encargaba de hacerlas desaparecer también mágicamente.

Un niño no se hace demasiadas preguntas. Y cuando algo me llegaba a quitar el sueño, yo prefería pensar que ocurría de noche, como el Ratón Pérez y los Reyes Magos.

Y crecía. Y a medida que ocurría, la noche era cada vez más estrecha. No da tiempo a que pasen tantas cosas inexplicables -o inexplicadas- de noche. La noche es silenciosa, pero el día es bullicioso, ruidoso, incluso en el campo, lejos de las ciudades, se nota que es de día sin necesidad de abrir los ojos. Y yo me había acostumbrado a jugar a ser Dios. Mal negocio para algunos.

Fui descubriendo las respuestas a base de más preguntas. Las dudas traían más dudas, y con ellas más respuestas, que a su vez iban generando más preguntas. Así, me dijeron, nació la filosofía. Eso nos separa de los animales, decían otros. Nos cuestionamos nuestra existencia, nuestra procedencia, el origen y el destino de nuestra consciencia... Y claro, en todo aquello ya no aparecía la cigüeña ni el raro viaje al cielo. La vida es la vida, casi está explicada, casi estaba explicada en mi caja agujereada, pero la muerte... seguía siendo y sigue siendo la gran duda. Por cierto, un día me cansé de aquella caja, de aquellos gusanos y su vida aburrida y me deshice de todo. Sin preguntar, le puse fin.

Me convencí rápido: si quieres sobrevivir a ti mismo tienes que dejar un buen rastro. Si eres un desconocido, morirás contigo. Vivirás si alguien te recuerda, para bien o para mal. Cambié la caja por otras cosas. Ambicioné el poder y lo logré. Me puse al frente de algunos fanáticos y me conseguí un trono sobre sus hombros para que su esfuerzo me hiciera caminar a mí. Y lejos de pedirme cuentas, hoy ponen todo lo suyo a mi servicio, me idolatran. Yo señalo el camino y muchos me siguen. Otros no. Mal negocio, pero para ellos.

Sigo jugando a ser Dios, y mi caja es más grande, pero pocas cosas han cambiado.

Puedo someterlos si no me agradan. Podría lanzarlos por los aires con un simple movimiento. En definitiva, mi dedo los puede aplastar, y a los que me siguen les ordeno que se libren del sobrante, igual que mi madre con las mariposas viejas. ¿Genocida? No. Son diferentes formas de entender la vida y la muerte, la propiedad, la cigüeña y el viaje al cielo. Son gusanos y están en mi caja de Paredes, me sobran cuando me aburren, es mi juego y son mis reglas. Al fin y al cabo, soy lo que soy, siempre lo fui, nadie me puso coto y muchos hasta me animaron. Ahora no juego; soy el Dios que quiero ser, y ahora sí que no se le pueden pedir peras al olmo.

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