Ya no sería capaz de decir cuándo. Ya no sé si fue antes de terminar el instituto; o al empezar la Universidad. Yo fui a Salamanca y él recorrió tres ciudades antes de acabar la carrera. La última fue Madrid, una que nunca duerme, o eso solía pensar él. Por lo menos no dormían juntos; Madrid y él siempre llevaban el horario cambiado. No le fue fácil cambiar de hábitos, y la ciudad le ofreció un regazo siempre caliente para mantenerlos. Y yo no recuerdo en qué momento exactamente le dije que me gustaban las margaritas.
Me gustan, y Mario supo siempre encontrar el momento para regalármelas. A pesar de mis desprecios, era como esos péndulos de pajarito que no dejan de beber en el recipiente. Casi como si no le afectara, atendía a mis reproches, escuchaba mis severas conclusiones y, con un beso, se reponía y me reponía a mí: “me alegro de que te gusten”. Y entonces yo tenía que reprimirme. Porque era mi obligación mantener mi discurso de ecologista. Regalar flores es inútil, tienes que matarlas para regalarlas y, al final, terminan mustiándose, en el vertedero en el mejor de los casos; esparcidas por la calle en el peor.
Guardo
la última dentro de un libro, junto a un poema que nunca volví a mirar,
pero que copié en un papel que hoy sin querer ha llegado a mis manos:
Todo es blanco: año nuevo y álbum nuevo;
yo escribo para ti blancas palabras.
Me rodea lo blanco, todo en blanco
como si fuera una gran nevada.
Es
año nuevo y Valladolid hoy ha despertado bajo un manto blanco de nieve.
Hoy es mi ciudad y me recuerda que el invierno es invierno, por mucho
que yo me acuerde del sur, y por mucho que ese sur mío me quiera
explicar que no. He dibujado un redondel en el vaho de la ventana, justo
para comprobar que el blanco de la torre de la catedral se ha
confundido con el blanco caído del cielo. Por él he observado a los que
esconden sus orejas en el cuello del abrigo, y deambulan hacia la Plaza
Mayor o vienen de ella.
Guardo
su última margarita seca, dentro de un libro que no he vuelto a abrir, y
me ha venido a la mente cada una de las que me regaló. Las echo de
menos, como le echo a él. Y las espero, como le espero; sentada en el
borde de una cama que ya no desprende alegría, oculta entre desconocidos
en la esquina de la cafetería, con la mirada perdida bajo el gorro de
lana que tejimos en aquella feria... Le espero y le deseo, con la misma
intensidad que tantas veces desprecié sus margaritas. Pero como si el
tiempo fuera una nevada larga y densa, lo ocultó.
Madrid
no duerme, puede ser. Pero los recuerdos tienen insomnio. Ya no hay
razón para despertar a la hora, y tampoco hay necesidad de dejarse
vencer por el sueño. Las tardes son demasiado largas en los veranos,
escasas en los inviernos como este, blancos como las palabras de Dámaso
Alonso.
Es año nuevo, y todo es blanco. Pondré otra vez el reloj a cero y miraré las primeras páginas de la agenda, blancas. Mario estará en todas ellas, por si quiere aparecer, con margaritas bajo el brazo. Todavía guardo la última. Está en un libro, un libro blanco que nunca volví a abrir.
Es año nuevo, y todo es blanco. Pondré otra vez el reloj a cero y miraré las primeras páginas de la agenda, blancas. Mario estará en todas ellas, por si quiere aparecer, con margaritas bajo el brazo. Todavía guardo la última. Está en un libro, un libro blanco que nunca volví a abrir.
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