16 de septiembre de 2018

El vino antiguo

La luna siempre es más grande en las noches de verano. Parecería que quiere recibir la brisa fresca que agita las banderolas en las torres más altas. Son visibles desde leguas de distancia, se agitan acariciadas por sus mecidas y se dibujan en el cada vez más oscuro horizonte, que revela una explosión de colores rojos y anaranjados, y anima al sol a que descanse tras los olivares. Es la hora velada. La campana de la torre acababa de dar el toque de queda, con el que los vecinos de dentro y fuera de la fortaleza comprenden que sus puertas han quedado cerradas hasta el alba.

Pelayo Arranz Zurbarán de Santaella vino del norte y ya no volvió a su tierra. Habían pasado cuarenta y dos años desde que fuera reclutado en su Aranda de Duero natal para formar parte de una campaña gloriosa. Era el año 1339. Él contaba con apenas veinte y su sangre se encendió cuando aquel adalid respondió afirmativo con la cabeza a su pregunta:
- Si me alisto con vos, ¿podré matar moros?
Pelayo dio con sus huesos en aquella antigua ciudad de los nazaríes, después de haber matado a muchos moros, como era su deseo, y se quedó para siempre allí. Primero fue por amor y después por costumbre. Habría cortado la cabeza a quien hubiera sugerido tan solo que en el futuro su mejor compañía sería uno de aquellos a los que tanto odió en su juventud: Yussef Al-Barhí. Tenía su misma edad. Él eligió otros motivos para permanecer en aquella tierra, y la principal era que después del asedio y la caída de la ciudad no tenía ningún sitio donde ir y nadie le esperaba. Dejó entonces caer el agua sobre su cabeza, tomó por costumbre hacer la señal de la cruz sobre su pecho cada mañana y, como buen cristiano, aunque fuera de nuevo cuño, se aficionó tanto al vino que dedicó el resto de su vida a dispensarlo con generosidad entre sus vecinos. Su taberna, no en vano, siempre era la más frecuentada del barrio militar, en el que las conversaciones cada vez tenían menos que ver con la espada y más con las faldas y la vida.
- Dime una cosa, Yussef -al fresco, sentado a la puerta del negocio de su amigo, Pelayo contaba los días vividos y advertía que los por vivir serían muchos menos-; ¿tu pueblo piensa en la muerte? ¿Piensas tú en ella?
- Es parte de la vida, sadiq -las respuestas de Yussef siempre dejaban un halo misterioso en el aire-. Todos pensamos en la muerte, y todos la tememos. La pregunta es ¿estamos preparados para ella?
- ¿Tú lo estás?
Antes de responder a la segunda pregunta de Pelayo, Yussef hizo una pausada respiración y puso el vaso sobre sus labios para homenajearse con un voluminoso trago de vino torrontés, ya ligeramente repunteado, que su garganta y estómago agradecieron en lo cerrado de la noche.
- ¿Cuántos veranos contamos? Deben ser ya... más de sesenta. Mal hacemos si no empezamos a pensar en ella, hermano -Yussef no pudo evitar echar una mirada al lugar en el que un día estuvo la mezquita y en la que los andamios cubrían las obras de la nueva iglesia cristiana-. Mi pueblo, como dices, está preparado para ella, nos hablan de ella y nos recuerdan cada día que todo está en manos de Alá. Yo he cambiado, pero mi fe es profunda; estoy más que preparado para cuando llegue lo que tanto temes.
- No la temo, tabernero -respondió Pelayo con una amplia sonrisa y una palmada a la espalda de su amigo-. Solo la veo venir.
Los silencios entre ellos hablaban más que las palabras. Sus conversaciones, además, iban adquiriendo la densidad y el olor del vino que las acompañaba, y casi siempre terminaban a grandes gritos, risotadas y entre reflexiones sin sentido. Pero aquel día era distinto. Pelayo tenía la mirada del que tiene su mente lejos de su cuerpo. Oteaba el horizonte en busca de los últimos destellos del sol y su expresión era la de un hombre cansado.

Su mano ya no era capaz de empuñar la espada, y su silla de montar hacía mucho tiempo que descansaba en el establo. Ya no cuidaba de su cota de malla y su yelmo, y el óxido se había apoderado de ellos. De los tiempos de batallas, de las idas y venidas entre atalayas, de las gestas y los reconocimientos... ya solo quedaban recuerdos. Y Yussef, sin quererlo, atormentaba a un guerrero cansado, que solo al final de sus días comprendía que nadie es dueño de la razón absoluta y, mucho menos, de la fe verdadera.
- Todo está cambiando, Yussef -insistió el castellano-. Ya no se hace la guerra como en nuestros tiempos.
- Te recuerdo que nunca fui guerrero, sadiq -le respondió el otro como temiendo un cruce incómodo-.
- Pero la sufriste -zanjó el nostálgico Pelayo-; muchos la sufrieron, familias enteras se perdieron y... ¿para qué?
- Mi pueblo también llegó aquí hace mil años -Yussef intentaba equilibrar la partida-, y también empuñó la espada para construirse un hogar. No has inventado nada, hermano, y, lo que es peor, no puedes ya solucionar nada.
Pelayo observó cómo el tabernero se perdía en el interior del minúsculo edificio, del que brotaba una densa oleada de aire caliente. Dentro se escuchaban gritos, risas, llantos... Los mayores se burlaban del poco aguante de los jóvenes a la hora de beber, y les hacían todo tipo de perrerías. Los soldados que habían llenado su bolsa se daban prisa en vaciarla antes de volver a cabalgar y hasta las putas abandonaban la casa de la mancebía para subir a la ciudadela y echar mano de las que estaban más llenas, antes de que el vino de Yussef solo dejara calderilla en ellas.

En esto el tabernero volvió con una jarra llena y dos vasos limpios.
- Bebe, sadiq -animó a su amigo-. Solo hay una cosa del todo verdadera en lo que tu pueblo dice, y es que el vino ahoga las penas. Pronto llegará el nuevo, pero antes hay que vaciar las tinas.
- Eso es lo malo, viejo amigo -respondió Pelayo agradeciendo la invitación-; que lo antiguo ya no vale. ¿Sabes? Ya hay pocos que manejan bien la espada. Yo no pondría mi vida en las manos de ninguno de los que se emborracha ahí dentro sin temor al mañana. Las bombardas y pasavolantes hacen todo el trabajo con la eficacia de cien hombres a caballo. Una espingarda bien calibrada permite a un tirador hacer blanco a quince codos de distancia sin necesidad de verle la cara a tu enemigo. Hasta uno de esos borrachos imberbes podría manejar una. Muy pronto las murallas serán ineficaces, y esta altura que nos protegió hasta hoy se puede convertir en inútil antes del invierno.
- Creo que el vino te hace ver visiones, soldado -aseguró Yussef, intentando zanjar el delirio de su amigo-. Ve a casa, descansa y refréscate. Mañana saldrá el sol para todos y tus murallas seguirán siendo tu refugio.
El temible Pelayo Arranz Zurbarán de Santaella, el terror de los del sur, el que solo se alistó porque podría hacer trofeo de las cabezas de todos cuantos salieran a su paso, reconoció la sugerencia de aquel moro convertido en su amigo y con un fuerte abrazo se despidió de él. Y encaminó sus pasos, torpes por la borrachera, emulando a una serpiente incapaz de caminar recta por un camino ancho.

Yussef había contado dos lunas sin tener noticias de Pelayo. Nadie había vuelto a verle desde aquella noche de agosto. El fresco ya se hacía notar en las tardes, y eran pocos los que se dejaban ver más allá de la puesta del sol, aunque el toque de queda se retrasaba cada día un poco más, a la vez que cada día el temor por la proximidad del enemigo se hacía notar un poco menos. La taberna seguía siempre llena y el vino nuevo que tanto celebraba Yussef ya llenaba las tinas de su bodega. Los soldados jóvenes iban y venían, narrando historias y relatando cómo la frontera cada vez se iba alejando.

El tabernero puso una moneda en la mano de un zagal que deambulaba por las calles para que acudiera a la casa de su amigo y le viniera con nuevas. El muchacho no tardó en venir con ellas, y le hizo saber que todo en la casa estaba intacto, pero en la caballeriza no quedaba nada. La cota de malla oxidada, su espada, la ballesta y la silla de montar habían desaparecido, junto con la vieja Moriana, la yegua que se había convertido en la única compañía del guerrero melancólico. Yussef agradeció al muchacho el servicio y lo recompensó doblándole la recompensa, antes de verlo marchar como alma que lleva el diablo, camino a buen seguro de una débil empresa en la que invertir su fortuna.

Pensó entonces que su amigo había ido a buscar las respuestas a aquellas preguntas de la noche de agosto, o solo quiso cambiar de aires. Tal vez el aguerrido militar necesitaba empuñar de nuevo la espada y sentir la sangre caliente reventarle por dentro al clavarla en el pecho de uno de aquellos moros a los que detestaba. Hizo cambiar la cerradura de la puerta y guardó con celo la llave, a sabiendas de que no volvería a ver a Pelayo jamás. El tabernero que fue moro y luego cristiano se apresuró a hacer lo que sabía: tener preparadas las tinas para cuando el vino nuevo deba sustituir al viejo, y así la vida siguió.

Cinco años después los alfaqueques contaban historias de un anciano que se adentraba en los cercos, y se ofrecía como moneda de cambio para obtener la libertad de los presos cristianos. Cuentan que así iba de ciudad en ciudad, y que acabó sus días en una pequeña fortaleza cerca de Málaga, donde fue pasado a cuchillo por un alcaide que, decían, odiaba a muerte a los cristianos hasta el punto de no tener compasión ni de los más viejos. Ojo por ojo. El vino antiguo debe dejar la tina para que el nuevo vuelva a llenarla; la única respuesta satisfactoria a todas las preguntas de aquel agosto.

5 comentarios:

  1. El cuerpo envejece amigo pero a veces pienso que los motivos de la sangre siempre son los mismos. Que gran relato amigo, enhorabuena.

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  2. Muy buen relato. Me gusta la abundancia de palabras propias de la época sobre edificaciones y el mundo militar. Llego a tu rincón a través de un blog que he descubierto hoy, por casualidad. Y me quedo encantada en tu sitio.
    Un abrazo.

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