Los mayores de mi infancia insistían mucho en esto: no se le pueden pedir peras al olmo. A mí me parecía una chorrada. Las peras están en el mercado y en los perales, y el olmo, que yo sepa, no da ningún fruto más o menos comestible. ¿Por qué nadie iba a querer pedir algo a algo que no lo puede dar? Con cinco o seis años no se entiende la profundidad del refranero y, dicho sea de paso, tampoco constituía un problema demasiado inquietante aquello de las peras. Yo tenía otras cosas en qué pensar.
Mi colonia de gusanos de seda, por ejemplo.